Una sola vida
En esta madrugada de oscuro invierno, camino
sobre las hojas secas de un bosque de sauces y eucaliptos. A mi paso, escucho
los murmullos de los árboles conversando en su lenguaje de gestos apacibles, animados
por la brisa húmeda de un mar cercano.
No entiendo nada de lo que dicen, porque me distrae el
canto del agua del canal de riego al borde del camino.
Pienso que los sauces y eucaliptos conversan con el
mismo placer que siento por mi serotonina en alza, a pesar de la presencia de
la curiosidad y la intriga de saber el tamaño verdadero de los árboles, si
tengo en cuenta las raíces que no veo.
Para explicar el lenguaje que he escuchado, imagino a
sus raíces como cerebros de redes neuronales que conversan en un idioma común entre
especies vegetales, montañas y cóndores.
La cultura de cooperación sobrevive al bosque en su
magnificencia de vida. Las raíces invitan a los hongos para que organicen micorrizas
a modo de pacto de gobierno para la ayuda mutua, sin monedas, en el intercambio
de hidratos de carbono, por agua y minerales.
El bosque es una comunidad que decide y aprende y me
anima a sentirme parte de una vida única.
En este momento veo a los árboles conversando entre padres e hijos,
en directa relación conmigo, por eso siento que me hacen preguntas. En mi cabeza se
arremolina la historia de agravios humanos con sentimientos de codicia de
dueños.
Desde que aparecimos y caminamos el planeta palmo a
palmo, hemos sido rebaños voraces que renunciamos a los lazos naturales con
todas las especies.
Hago un alto en el camino y contrito identifico un grande
y viejo sauce que llora a la vera de la acequia, voy en su busca y lo abrazo
con ansias de penitenciario recién libre.
El viento se calma, las hojas callan y el silencio me
inunda como al más común de los arrepentidos mortales, aun sabiendo que el viejo
sauce llora de alegría.
Martín Mendo
Pachacámac, 15 Julio 2020
Imágenes Pinterest.com
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