A orillas del mar

A duras penas, sobre cantos rodados junto a las orillas arenadas del océano, reposa una  vieja mesa de madera acompañada de una silla de paja y de un parasol plastificado de color rojo que asegura poca sombra.

Es acuarela este paisaje. La mesa con un mantel  cuya blancura hace más luminosos a los amarillos rayos del sol del atardecer.  

Como parte del lienzo, me espera un termo, una taza de café caliente con aromas que se codean con la sal de la brisa de la costa  y un bizcocho grande, recién salido de la mejor pastelería de la provincia, con su cuota de tradiciones y de recuerdos de alfajores, budines, camotillos  de sabores inolvidables, que me hacen olvidar las modernas vitrinas de cupcakes, espigas de brioche, tartas vianner o quichés de espárragos.

El escenario  de antojo se ha convertido en una máquina del tiempo que me retorna al pasado, donde me abraza la nostalgia con cariño, sin moverme del presente.

Aquellos años maravillosos llenos de asombros y curiosidades, de flores con pétalos de emociones abriéndose camino sin destino fijo y de errores a los que ahora, al recordarlos con gratitud, producen una inevitable sonrisa de complicidad conmigo mismo.

A orillas de playa todo es perfecto.
La brisa ubicua
Los pescadores y pájaros en lanchas
Las olas encrespadas
La arena con pies mojados por el agua espumada
El aroma azul
Las gaviotas con sus líricos graznidos
Los misterios de siempre
Los cangrejos de jornadas nocturnas
Los muy muy clandestinos en los sótanos de la playa

Las ganas, de regresar a la ciudad agotada son pocas. Los apresuramientos exagerados por las urgencias de la sobrevivencia y el consumo, nos dejan pocas ocasiones para admirar la puesta del sol entre los postes y cables enmarañados o desde las ventanas y techos de los grandes edificios.

En eso pensaba cuando una mosca, repleta de  oportunismo político actual, se posó en el bizcocho como si alguien la hubiera invitado a representarnos, en esta tarde relajada y placentera,  para aprovecharse de los dineros de todos los peruanos.

La espanté con la mano a modo de abanico y, para prevenir el segundo ataque al bizcocho, busqué el matamoscas de plástico que siempre llevo en la mochila.
  
De mi padre aprendí a matar las moscas como si estuviera haciendo esgrima. Comencé con el viejo mosquitero con mango de alambre y red de metal con borde cuadrado de tela.

Me gustaba más que el mosquitero colgante que se amarraba al cordón de los altos focos de las casas. Las moscas distraídas se pegaban creyendo que era miel de abejas.

Nunca vi fallar a mi padre en su lucha contra las moscas de verano, ni cuando en reemplazo del mosquitero utilizaba el periódico de ayer para aplastarlas, sin despanzurrarlas.

Cuando mamá freía las mojarrillas y pejerreyes, pescados con cordeles y anzuelos en el muelle marino mientras el sol se acostaba entre las olas y  la playa de la bahía, yo la acompañaba en la cocina con mosquitero en mano.

Hasta hoy mantengo cierta destreza, aunque por las circunstancias de la vida en el planeta me he puesto a pensar que perseguir a las moscas hoy es como perseguir al alimento del mañana.

Dicen que los insectos, en todos sus estadios metamórficos servirán como únicos alimentos. Los actuales, incluido los bizcochos, seguirán el camino de los dinosaurios en un mundo de hambre producido por la depredación y por  la ambición de las pocas empresas que se adueñan de la producción antes del fin de los tiempos.

Con esos pensamientos en mi cerebro lentificado me senté a beber el café y  a saborear  el bizcocho remojado con sabores de los años maravillosos, mientras el sol languidecía en silencio en el horizonte, antes de cubrirse con el manto de la noche.

Martín Mendo
22 de noviembre 2018

Imágenes Google: blog pucp.edu.pe

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