Reloj B
Después de pensar varios
días, Fernando decidió parar el tiempo. Su núcleo neurobiológico de esperanza,
paciencia y sentido de vida había caído por los suelos. El vaso de su
tolerancia fue colmado por la enajenación de mucha gente sensible a las flores
y aromas de redención instantánea, ofrecida por los viejos chamanes del
realismo político en pleno período de promesas electorales.
Para lograr su
cometido de parar su tiempo tenía a su favor una larga experiencia de
coleccionista de relojes, pero sintió que su decisión haría más difícil su
tarea al comprobar que, suspender la vida de ochenta y siete relojes de todos
los tamaños y tecnologías distribuidos en su casa, no era una cosa sencilla.
Estaba molesto en
su yo íntimo y, como suele suceder, con mayor debilidad al ver los hechos con
un solo ojo, al extremo de no diferenciar la vida de la muerte.
Primero optó por ir
en busca de su reloj holográfico de primera generación. Le bastó cortar la
fuente de energía, para sentir que desaparecía de su vista el producto más novedoso
de una sociedad cavernaria en el siglo veintiuno.
Luego de un breve
descanso por el asesinato del mundo virtual, siguió con sus relojes digitales y
las aplicaciones de sus antiguos
teléfono móvil, laptop y Tablet a los que extrajo las baterías.
Al reloj de arena,
con ternura, lo puso de costado como a un niño en su cama, sobre la vieja mesita noche. A su reloj cucú
le inmovilizó el péndulo y enmudeció el gong que hasta hace poco lo relajaba.
Salió al patio y
tapó con plásticos negros el intihuatana con el propósito de evitar que los
rayos de sol muevan la aguja de sombra.
De inmediato se
dirigió a la sala en busca de su sillón preferido y se sentó a esperar con
paciencia de Job que sus relojes analógicos, de cuerda, expiren solos. A las pocas horas, felizmente para el
cometido previsto, el tictac que acompañaba al silencio de la casa durante
décadas había desaparecido.
Ahora, le quedaba materializar
la última decisión de detener su reloj biológico, sin mayores fiestas.
La casa vivió, como
nunca, una noche de silencios profundos con muchas armonías.
Al día siguiente,
su sobrina Mariana, que iba a verlo todos los días a las siete de la mañana, lo
encontró dormido con una sonrisa amplia, como si festejara su partida en
condición de viajero impenitente.
En el tocadiscos solo
quedaban rastros de una canción de Luis Miguel: Detén el tiempo en tus manos, haz esta noche perpetua, para que nunca
se vaya de mí, para que nunca amanezca…
El llanto de
Mariana, producido por la impresión del aparente rigor mortis de su tío, hizo
que la sonrisa de Fernando desapareciera, al mismo tiempo que despertaba con su
yo libre para comenzar el nosotros, frente al desafío de poner de pie lo que
está de cabeza desde hace tiempo, con esperanza, paciencia y sentido de la vida
destinada a romper día a día las ataduras invisibles de las marionetas de una modernidad
sin cuerpo.
Martín Mendo
Pachacámac, febrero 2016
Imágenes
Google: clubmrsdarcy.blogspot.com
Bello
ResponderEliminarNidia Villavicencio