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Pintura de Marianita Chávarry Martinez |
Encuentro en el bosque
Todo hizo creer que Angelito Cueto llegó al
pueblo una noche inmensa en medio de un circo de temporada de fiestas patrias. Nadie
sabe por qué decidió quedarse y dejar que el circo siguiera su ruta trashumante
en busca de otros pueblos. En algún
momento vecinos lenguaraces soltaron sin fundamento que el recién quedado era un
migrante de Congo belga. En medio de las tinieblas de su procedencia Angelito
fue haciéndose sitio como si fuera una pincelada amable en el cuadro de vida
local. Trabajó en humildes oficios
convocado por sus músculos y obediencia serena. Algunas generaciones de niños
lo vieron jalando una carretilla de reparto de baterías de automotores, recargadas en el negocio de la
familia Subauste, usadas para hacer funcionar a los potentes radios de tubos e inmortales refrigeradoras de aquella época
de dependencias ingenuas del país frente al olor de lo extranjero. Caminaba
vestido de un regalado y viejo terno marrón los días domingos y fiestas de
guardar, con los pies en tierra porque ningún zapatero se atrevió a hacerle
zapatos a su medida. En octubre, mes de la procesión del Señor de los Milagros,
vestía de riguroso hábito morado, con el grueso cordón blanco en soga a manera
de corbata y en el pecho llevaba con
orgullo de buen católico un detente bordado a mano por alguna piadosa señora.
Junto a la banda de San Luis, parecida a las míticas de New Orleans que bailan
hasta en los entierros de muertos, los músicos ataviados de raídos quepís acompañaban
la procesión con himnos religiosos que volaban como ángeles desde sus trompetas,
clarinetes, trombones, tambores y platillos. Las partituras iban por gusto colgadas
en las espaldas con ganchos de colgar ropa en los cordeles de las casas. Angelito
feliz tocaba una trompeta imaginaria hecha con sus diez dedos estirados y en su
rostro sudoroso de ojos resaltados a lo Louis Armstrong, se notaba el esfuerzo de
sus resoplidos.
Samuel se levantó al amanecer de una mañana de
fin de año para estudiar con algunos amigos en el cercano bosque de pinos
radiata de la hacienda Montalván, antes de la reforma agraria y de la caída de
los latifundios. Se dirigió al lugar de encuentro cruzando el kilómetro 148 de
la panamericana sur, después de ver pasar
un camión agobiado por su carga exagerada. Llegó al lugar y se sentó bajo un
pino a esperar en el cómodo colchón de hojas aguja caídas, leyendo su cuaderno
y su Baldor apenas iluminados por los primeros rayos de luz de un día de
diciembre.
En el silencio sobrecogedor, interrumpido
por cantos de tortolitas, salta palitos,
cuculíes y guarda caballos, Samuel había logrado perder contacto con el mundo,
embriagado por la poesía de las matemáticas. Apenas con la oreja derecha en estado de
alerta escuchó que alguien se acercaba y creyó que era alguno de sus amigos. Esperó sentado a los tardones, pero vio con
sorpresa que Angelito Cueto se le acercaba pausado, recién bañado en una acequia
conocida. En sus manos, de dedos fuertes y robustos, sostenía un camote asado con
aroma de piedras, hojas y ramas infinitas.
El camote amarillo de dos puntas, de esos sacados con el pie como dice la
canción de Caitro Soto, humeante goteaba su dulzura. Con gestos y ojos cariñosos Angelito le acercó el manjar y apenas murmuró el nombre de Samuel en el mismo
momento que le toco la cabeza con ternura y, sin decir nada, desapareció con la
misma serenidad con la que había llegado.
Samuel sintió que algo le había sucedido al notar
un inesperado calor interior y un
movimiento festivo y acompasado de sus aurículas y ventrílocuos.
En la plenitud del amanecer le entró unas
tremendas ganas de estudiar para el examen que tendría en tres horas, con el
sentimiento de obtener buenas notas para dedicárselas enteras al por siempre maestro
Angelito Cueto de San Vicente de Cañete o Pueblo Nuevo.
Martín
Mendo
Pachacámac,
Diciembre de 2015
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