Castillos en el aire
En el espejo de mi reciente historia, animada
por las modernas fiestas de resurrección de estas semanas santas y con pies
descalzos sobre las arenas de las playas de Asia, al sur de Lima, pienso en mi
vida con sentido autocrítico poco acostumbrado.
Reina es mi nombre y no un amoroso apelativo;
menos, un título nobiliario. Pero a decir de algunos de mis actuales vecinos
con cara de súbditos, a veces actúo como si tuviera bien ganado un linaje de alcurnia.
Soy una persona acostumbrada a vencer, aun cuando al inicio trato de
convencer con mis sinrazones. Los fines son más importantes que los medios. La
vida de guerra santa me ha esculpido la cara como un poliedro, porque estoy convencida
de la necesidad de estar siempre alerta y dispuesta a lidiar con sonrisas o
uñas en defensa de lo que es mío, incluyendo lo que supongo mío.
Con más de 50 años de experiencia, en vez de
reposo he escogido el camino de la cruzada perpetua, luego de haber sido
preparada durante largos años en la casa materna. De pequeña era una flor de
plástico sobre la mesa de centro con patas de león. Crecí sin el riego que
necesitan las flores naturales, porque elegí el artificio de los que saben
cuidarse del que dirán de los vecinos. Vestida de bobos, zapatos de charol y
trenzas con listones, siempre estuve lista para las fotografías y los sueños de la alquimia del éxito a como dé
lugar.
Poco importa si no pude jugar al vóley por falta de amigas duraderas, en
cambio aprendí diferentes idiomas dúctiles y melosos, para explicar a todos la
conveniencia de alejarse de los pecados capitales que mantengo ocultos en el centro
de mis costumbres.
Así la infancia pasó como una estación sin fríos
ni calores, pero la vida tiene siempre giros sorpresivos. Un día encontré a mi príncipe
por los senderos de la vieja aldea. Me invadió la locura del enamoramiento, ese
sentimiento alborotado que habita entre dos frágiles instantes y que nadie
hasta ahora puede describir por completo.
Pasado el tiempo me sentí como Napoleón luego de
la batalla de Waterloo, por tanto decidí reorientar la mirada y salir de la
burbuja en la que había estado atrapada durante algunos años. Convertí al príncipe
en mi ministro de bienes y hacienda y le otorgué la función de sorprenderme de
vez en cuando con nuevas adquisiciones familiares y
ofrendas personales.
En el itinerario de mi nuevo período de vida
encontré una parcela abandonada a la vera del camino de la cordillera y, en un
rapto de discutible genialidad, decidí hacerla parte de mi dominio. Comencé a
construir un castillo, con zanja de cocodrilos y puente levadizo. Después de
algunos años, sigo vestida de bobos dorados y me siento en el sillón de las
visitas honorables con la sensación del deber cumplido, aunque algunas veces me
inunda el vacío, que solo es llenado momentáneamente por las visitas de las
pocas reinas de los otros castillos de la comarca.
Martín Mendo
1 de mayo 2014
Cotidianas
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